viernes, 26 de agosto de 2011

De las semillas de oro

Cada vez que miro el cielo nocturno y veo esos puntos de luz que llaman estrellas no puedo evitar murmurar la palabra biriz que en balduino significa semilla. Desde el más humilde obrero hasta el sabio más reconocido del reino, se preguntan qué son en realidad esas diminutas luces y porqué se mantienen siempre tan quietas unas de otras, si que es cierto que cambian de lugar por la noche, pero todas lo hacen al mismo compás. He escuchando infinidad de historias sobre ellas pero ninguna es capaz de conmoverme como aquel cuento que me contó una bellísima princesa de Irbinil.

Hace mucho, mucho tiempo, en una época que ya casi no se recuerda las noches sin luna eran temidas por todos los hombres pues el cielo no tenía estrellas y se ennegrecía todo sumiendo la vida en una oscuridad abismal, tenebrosa y espeluznante. Ningún lucero iluminaba cuando el sol se marchaba a su madriguera a descansar y entonces las gentes no podían hacer nada pues ni el fuego espantaba a las fieras que al oscurecer se hacían más fuertes y se envalentonaban. Los poblados eran saqueados, los niños los robaban, los huertos los echaban a perder. Las fieras de la noche se atiborraban con todo lo que conseguían y huían a sus escondites pesadamente saciados para no volver hasta la próxima noche sin luna. 
 Las gentes de los poblados que eran atacados nada podían hacer, los guardias no conseguían detener a los invasores pues de ellos solo llegaban a ver sus amarillentos y amenazadores ojos. La silueta de las fieras era imposible de distinguir en la noche y su piel era tan negra que la luz de las antorchas huía de su oscuro pellejo.  

El tiempo pasó y corrieron noticias de que en una gran ciudad las fieras no se atrevían a atacar porque había un alto árbol de hojas doradas que resplandecía al caer las noches ahuyentando a las malignas criaturas. Los poblados enviaron mensajeros para conocer si era verdad aquello que decían y la verdad fue pronto compartida por todos. Eso hizo que muchos por miedo a perder lo que tenían se marchasen a la Ciudad del Arbol Dorado en busca de refugio contra las fieras. Nadie sabe qué pasó con los que se quedaron, pero si que se conoce que muchos eran personas que habían perdido mucho y estaban muy furiosas contra las bestias de la noche, de modo que siguieron habitando sus casas esperando con rencor e ira a los malhechores que les habían hecho tanto daño.
La gente se instaló en la Ciudad del Arbol Dorado, se amplió con nuevos barrios, pero sucedió que llegó tanta gente con tanto que perder que el tamaño de la ciudad fue ernome y los rayos que el árbol desprendía no llegaban a las zonas exteriores. Los saqueadores de la noche se dieron cuenta y, aunque atemorizados por la luz, se lanzaron al ataque. Las casas del exterior volvían a ser saqueadas y se creó un anillo alrededor de la ciudad de casas vacías que solo habitaban los soldados y entre las calles las rondas nocturnas vigilaban duramente las noches sin luna. La gente que abandonó su casa no quería volver a sus antiguos hogares por miedo y se mudaron más al centro de la ciudad, así las casas crecieron el altura y la luz del árbol era interrumpida por los tejados y las nuevas estancias que se creaban unas sobre otras y con ello la luz no conseguía llegar donde antes y los ataques y saqueos se internaban más en la ciudad.

La situación era desesperante y la gente no podía hacer nada, se sentían acosados a merced de las fieras nocturnas. 

Sucedió una primavera que el árbol comenzó a brillar con mayor intensidad y al tiempo dio flores. La gente se maravilló, los monstruos dejaron de aparecer y hubo un tiempo de breve paz. Las flores se marchitaron, pero en su lugar aparecieron dorados frutos que resplandecían por si solos aunque se arrancaran del árbol. La gente no los comía por temor a perder esa luz. Un día a una jovencita se le ocurrió que lo ideal sería recoger las semillas de los frutos y plantarlas en los alrededores de la ciudad para tener más árboles como aquel milagroso ejemplar. La noticia voló y nadie dudó en llevarla a cabo. El jefe de la ciudad organizó una recogida de los frutos y cuando se dispusieron a abrir el primero: ¡sorpresa!. Si la fruta era luminosa la semilla lo era más, pues en realidad era la semilla la que desprendía la luz y la carnosa fruta mitigaba el brillo tan intenso que hacía enceguecer a muchos que estaban cerca. 
Se le encargó la misión de esparcir todas las semillas alrededor de la ciudad a un hombre ciego muy querido en la Ciudad del Arbol Dorado. Le dieron canastos enteros llenos de semillas y al atardecer marchó fuera de la ciudad para repartir las semillas. Desde la lejanía se podía apreciar el aro luminoso que cercaba la ciudad como una muralla celestial con un fulgor que hacía desaparecer cualquier mal pensamiento.

Al día siguiente todo estaba arreglado, la ciudad volvía a ser la que era y la gente se preparaba para mudarse a las afueras. Se planeaban incluso los preparativos de una gran fiesta que tendría lugar la semana siguiente en honor al Arbol Dorado y a la chiquilla que tubo la genial idea. Fue entonces cuando un gran vendaval comenzó a soplar con fuertes vientos. La gente no reparó en ello, pero cuando se quisieron dar cuenta las semillas salían despedidas de la tierra y se iban con el viento. La gente intentaba recogerlas pero el viento era tan fortísimo que se tubieron que refugiar en las casas para no ser llevados también  como las semillas. Fue horrible. Al caer el sol la tormenta cesó pero la gente no salió de sus casas. Todos lloraban y se preguntaban cúanto tendrían que esperar para que el Arbol Dorado diera nuevos frutos.
El ciego que esparció las semillas nunca sintió pena porque en su ceguera podía sentir dónde estaban esas semillas, su fulgor era tan puro que hasta el mismo podía ver el árbol y sus semillas, y dijo a sus familiares que no temieran que salieran de casa sin miedo. Nadie lo creía pero uno de sus hermanos sacó la cabeza por la ventana y vio como todo el cielo estaba sembrado ahora con las mismas semillas que su hermano ciego había puesto sobre la tierra. Salieron a todo correr y la gente no lo creía, ¡el cielo resplandecía sin la luna! y todos se sintieron afortunados porque ya no solo ellos gozaban de la protección de las semillas del Arbol Dorado, si no también los forasteros que habían venido a instalarse allí también. 

Y aquí concluye la historia de la semillas de oro. La gente extranjera pudo volver a sus pueblos natales y la Ciudad del Arbol Dorado consiguió reestablecer su antiguo orden. En todos los pueblos se organizaron fiestas y se enviaron obsequios y grandes regalos a la Ciudad del Arbol Dorado. Todo volvió a la normalidad, excepto por las fieras de la noche de las que nadie sabe qué ha sido de ellas, unos dicen que se fueron a las profundidades del mar, otros que a lo hondo de las montañas o que se volaron junto con las semillas. Lo cierto es que nunca más hemos vuelto a saber de ellos y esperemos que siga así por siempre jamás.

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